lunes, 12 de marzo de 2018

El Americanismo y el Colapso de la Iglesia en los Estados Unidos. III

 El Americanismo y el Colapso de la Iglesia en los Estados Unidos

  Americanismo = Herejía  

Por el Dr. John Rao

Tomado de: http://www.traditionalcatholicpriest.com/
Traducido del inglés por Roberto Hope

 Parte III  

El Americanismo y la Iglesia Católica

El Americanismo tenía que reaccionar contra el catolicismo con peculiar virulencia. Ciertamente estaba obligado a hacerlo. El catolicismo representaba todo lo que reprobaban las influencias principales de la Religión Americana. La Iglesia condenaba la doctrina de la depravación total y las consecuencias seculares que de ella brotaban. Ella no desdeñaba el principio de autoridad, el valor de la comunidad, la maravilla de las artes, y la gloria del cuerpo humano. Por lo tanto, ella no las abandonaba a manos de las tendencias pecadoras del hombre para ser moldeadas a voluntad, sino más bien buscaba dirigirlas hacia su desarrollo correcto. Roma no vio necesidad alguna de elogiar el modelo de gobierno americano. La Iglesia se sentía en casa en la ciudad. Sus tradiciones estaban atadas al legado de la polis grecorromana y la cultura brillante de la villa medieval. Además, el catolicismo había nutrido durante mucho tiempo una diversidad de culturas nacionales dentro de esa verdadera (aun cuando difícil de definir) unidad llamada Cristiandad. A su manera de ver, la armonía no implicaba acabar con las diferencias étnicas ni una minimización de la verdad universal ni una adulación del materialismo. Estaba dispuesta a sacrificar una idea corriente de paz a toda costa, estrechamente interpretada, a fin de lograr una paz que sobrepasara todo entendimiento. Otras fuerzas encontradas por el Americanismo pudieran encarnar una o dos creencias “erróneas”, fácilmente desactivadas e integradas en el gris dogma del pluralismo, pero el catolicismo era el enemigo encarnado.


La antipatía americana hacia la Iglesia era expresada de tantas maneras como reflexiones personales había del alma nacional. Los brutos quemaban conventos e iglesias en Filadefia. Los hombres de religión evocaban imágenes de María I de Inglaterra, la llamada Bloody Mary, tomadas del Book of Martyrs de Foxe [así llamado popularmente, pero realmente intitulado Actes and Monuments, historia protestante que narra el sufrimiento de los protestantes bajo la Iglesia Católica, particularmente en Inglaterra y Escocia. — N del T]. Incitaban a sus congregaciones a conmiserarse de los tormentos supuestamente infligidos a monjas que permanecían cautivas en calabozos de conventos. Los políticos se pusieron a trabajar con los Know-Nothings [así llamados los miembros del anti-católico Partido Americano. — N del T], con la American Protective Association [sociedad secreta antí-católica. — N del T]. Los intelectuales, cultivando lo que algunos han llamado el anti-semitismo de las clases educadas, presentaban estudios en Harvard y en Yale sobre el inevitable conflicto entre al catolicismo y la dignidad humana. Ninguno de estos “tipos” tenían por qué temer reproches serios. Cada uno estaba poniendo el credo nacional en acción según sus habilidades personales. Si el enemigo de la Religión Americana no podía ser devorado, entonces tenía que ser humillado y destruido.

Para la segunda mitad del Siglo XIX, dos puntos de vista distintos estaban en obvio conflicto con relación a la mejor manera de proteger a la Iglesia y a los católicos de los Estados Unidos. Uno de ellos estaba convencido de que la lucha entre el catolicismo y la sociedad americana era innecesaria. Desde hace mucho tiempo ésta ha sido llamada la postura Americanista. Este título es justificable, como podrá verse claramente abajo, ya que los partidarios de la postura Americanista gradualmente se fueron acercando a la fe americanista descrita en la sección anterior. Tres nombres sobresalen entre los proponentes más significativos de esa postura: el Obispo John Keane de Richmond, durante un tiempo rector de la Universidad Católica; Monseñor Denis O'Connell del Colegio Norte Americano de Roma, y el Obispo John Ireland de St. Paul [Minnesota]. El punto de vista opuesto tomó una actitud mucho más critica de las posibilidades de un acercamiento entre los Católicos y los Americanistas. Puede simplemente llamarse la visión anti-Americanista. El Anti-Americanismo tenía un conjunto de partidarios muy flexible. Los dirigentes de los católicos de habla alemana lo proponían con frecuencia. También así lo hacían algunos miembros del profesorado de la Universidad Católica. Obispos tales como Corrigan de Nueva York y McQuaid de Rochester se sentían más cómodos con su escepticismo que con el optimismo de la escuela Americanista.

Hay al menos cuatro buenas explicaciones del desarrollo de la postura Americanista. Dos de ellas son “positivas” de carácter en el sentido de responder a problemas reales. Dos son “negativas” pues reflejan desafortunadas preocupaciones que deberían ser suprimidas.

Los dos estímulos para el desarrollo del Americanismo eran el deseo de tener un verdadero hogar, y la conciencia de la explotación de los extraños católicos por los nacidos en los Estados Unidos. Europa estaba demasiado lejos, argüían los Americanistas, e improbable de volver a verse nuevamente por el grueso de los inmigrantes católicos. El gobierno americano, las condiciones de trabajo americanas y los vecinos americanos proporcionarían la estructura para su existencia por el resto de sus vidas. Si vinieran guerras, los ejércitos americanos pudieran exigir su sangre. De ahí que, mientras más pronto cortaran sus lazos con su ya perdido pasado europeo, tanto más pronto dejaran de verse como extranjeros en tierra extraña, mejor sería para su tranquilidad, su prosperidad material y la paz de la Iglesia. Los americanos con guión siempre serían americanos a disgusto y mal respetados.

Dos influencias negativas estaban presentes, sin embargo, en la forma de una reacción dañina ante el estatus de los Estados Unidos como tierra de misión, y en las ambiciones particulares de algunos miembros de un grupo étnico católico — los irlandeses. Ambas exigen una atención completa y por separado.

Los Estados Unidos eran un país de misión de tamaño enorme, que estaba bajo la supervisión de Propaganda [Sacra Congregatio de Propaganda Fide] en Roma. Requería de una vasta cantidad de ayuda del exterior a fin de sobrevivir. Qué pocos recuerdan ahora, por ejemplo, el hecho de que el episcopado americano había sido en un tiempo fuertemente sazonado con prelados franceses y que la enseñanza en los seminarios en este país estaba sujeta a una tremenda influencia gala.

Una de las dificultades de ser país de misión es el hecho de que resulta dolorosamente claro que el centro de las cosas está muy lejano. No hay lugares sagrados; no hay confesores o mártires o reyes santos; no hay un desarrollo de música o de arte o de teología o de ninguna de las marcas distintivas de una avanzada civilización católica. Los países de misión con frecuencia están entregados a una carrera por dejar de ser lo que son y alcanzar, por decirlo así, el centro de las cosas. Esto, sin embargo, es una tarea complicada y puede — o de hecho tiene que — tomar siglos para lograrse, si ha de crear raíces profundas.

Un pueblo tan “práctico” y “orientado a resultados” como es el americano considera el movimiento lento imposible de tolerar. Los Americanistas, sensibles a esta mentalidad, eran semejantes en espíritu. Seguro ¡la buena voluntad y el ingenio debieran ser capaces de hacer que la historia se mueva a mayor velocidad! ¿Qué mejor manera de acelerarla que el encontrar en el alma de América, lecciones católicas acerca de las cuales el resto del Cuerpo Místico de Cristo no conocía? En otras palabras ¿qué mejor manera de acabar con el estado de país de misión que el declarar que la periferia es el centro? De esa manera, el resto de la iglesia podría ser vista como el verdadero territorio de misión y los Estados Unidos como su mentor.

La segunda influencia negativa es la más difícil de tratar, porque parece ser la condenación de un pueblo entero, el irlandés. No es así. Muchos irlandeses estaban entre los más vigorosos oponentes del Americanismo, y el problema que estoy por tratar pudo bien haber sido uno inconsciente para los que no lo eran. No obstante, una comprensión completa del Americanismo como fenómeno histórico exige tocar la cuestión irlandesa de una manera que algunos pudieran considerar ofensiva.

Los católicos americanos de ascendencia germánica o francesa eran generalmente de un nivel cultural más alto que los demás. Los alemanes, por ejemplo, habían planificado cuidadosamente su emigración y se establecieron cómodamente a su llegada, y con frecuencia mantuvieron su interés en las manifestaciones externas de la alta cultura católica. Los católicos irlandeses, perseguidos durante siglos por los ingleses, no podían hacer lo mismo. Su única ventaja en su nueva patria es que podían hablar el idioma. En tanto continuara el estado de país de misión de la Iglesia en los Estados Unidos, junto con su énfasis en las glorias de las antiguas tradiciones, los franceses y los alemanes retuvieron una atadura cercana con el centro de las cosas. Tan pronto como esa tradición comenzara a debilitarse, y la estrella de América comenzara a subir en la Iglesia, entonces la fortuna irlandesa podría subir con ella. La clave para entender las “enseñanzas” americanas sería el idioma inglés, no el cultivarse, y en este esfuerzo, los germanos y los galos podían ser superados. Irónicamente, como algunos lo han señalado, una conexión irlandesa con el Americanismo involucraría a los celtas en una glorificación del logro anglosajón “enemigo”.

Así como pueden señalarse influencias positivas y negativas en el desarrollo de la actitud Americanista, un conjunto dual de factores es responsable de la evolución de la postura opuesta. La hostilidad hacia el Americanismo era debida ciertamente a temores respecto a sus efectos sobre el corpus de las enseñanzas católicas y las prácticas de los fieles. También era el producto de ciertos celos acerca de los éxitos de los dirigentes Americanistas entre el segmento dominante de la sociedad de este país. Además, el orgullo étnico alemán y su sentido de superioridad cultural pudo también haber jugado un papel independientemente de las cuestiones involucradas.

Los Americanistas estaban probablemente en lo correcto al insistir en la necesidad de una participación católica incondicional en la sociedad americana. El catolicismo, después de todo, tiene una visión de participación completa en todas las formas de vida comunitaria. No es saludable para los católicos sustraerse de esta visión. Cuando se sustraen así tienden a crear comunidades sustitutas que los protegen temporalmente de la realidad que los rodea pero que no pueden dejar afuera permanentemente. Se vuelven sectarios en su comportamiento, a veces hasta enferman psicológicamente, como muchos seguidores de ciertos cultos protestantes. Cuando tiene lugar esta sustracción dentro de un ambiente ya protestante como el de los Estados Unidos, el potencial de locura es incalculable. La existencia de una sociedad no católica es siempre una tragedia, y una que mutila muchos de los mejores esfuerzos de lidiar con ella. Es concebible que una victoria completa de los anti-Americanistas pudiera haber entrañado el desarrollo de una verdadera mentalidad de gueto con impredecibles consecuencias heterodoxas laterales. También es concebible que podía haber dejado a la iglesia en los Estados Unidos como una serie de iglesias coloniales dependientes de gobiernos y tradiciones extranjeros, incitando así temores nativistas bastante racionales.

No obstante, el entusiasmo y el tipo de argumentos con los cuales los Americanistas promovieron la difícil empresa de establecer contacto con la sociedad americana manifiestan su ineptitud para la tarea. Parece haber quedado bastante claro que su deseo de “encajar” en la vida americana les causó hacerse demasiado despreocupados de los peligros de caer en un “resbalón” en la fe: que al manifestar su “patriotismo” comenzaron a profesar la “religión” de los Estados Unidos, y que, finalmente, su adopción de esta falsa religión patriótica comenzó a hacerles doblegar su catolicismo a las exigencias de la cultura anodina y pluralista que los rodeaba. En otras palabras, fueron conquistados por el Americanismo y se hicieron portavoces de su conquistador.

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